sábado, 27 de septiembre de 2014

Carta de disculpa al ser humano.

El mundo en el que vivimos nos somete desde que nacemos a tener una serie de prejuicios. Ningún bebé nace siendo racista, sexista o intolerante; son cosas que se adquieren poco a poco en mayor o menor medida, dependiendo del ambiente en el que el pequeño se críe. Incluso habiendo pasado mi infancia con una familia que trató de otorgarme unos valores de aceptación e igualdad, mis primeros contactos con la sociedad me infectaron con pequeñas ideas negativas preconcebidas. 
Teniendo en cuenta el constante bombardeo que se nos hace desde todos los medios con esa costumbre popular de rechazar a las personas diferentes es muy complicado ser consciente de ello, pero no imposible. Se puede escapar de esas imposiciones sociales leyendo, entrenando el pensamiento crítico y siendo verdaderamente honestos con nosotros mismos; preguntándonos si actuamos realmente como deseamos o como nuestro entorno desea que actuemos. La cura para todo ello es tan simple como la búsqueda de los porqués. Estoy segura de que hoy, a mis 17 años, no habré logrado quitarme de la cabeza esos prejuicios en su totalidad, pero al menos considero que son minúsculos los que puedan quedarme en comparación con los que tuve en determinados momentos.
Así pues, comienzo mi carta de disculpa al ser humano empezando por la persona más cercana a mí, que no es otra que yo misma.
Me pido perdón por haberme privado de ciertas oportunidades debido al miedo al ridículo, por haberme obligado a decir "te quiero" ante el temor de no estar a la altura de la situación, por haberme vestido como otros esperaban que vistiera y no como a mí misma me apetecía, por haber ocultado mis rizos y haber sentido vergüenza hacia ellos, por haber intentado esconder mis gustos musicales que tan diferentes eran de los de mis amigos, por haberme pasado años arrancándome el vello corporal o maquillándome con la única razón de recibir la aprobación de mi entorno, por no haber protestado ante las injusticias que vieron mis ojos en algunos momentos y, resumiendo, por cada vez que reprimí mi propia forma de ser por no ajustarse a la que se esperaba de mí.
Una vez me he disculpado a mi propia persona, llega el momento de disculparme a todas las demás con las que considero que no tuve un comportamiento respetuoso.
Lamento profundamente cada vez que he utilizado el físico como un insulto hacia una persona, y también los gustos personales. Siento mucho haber utilizado las palabras "zorra", "guarra" o "puta" de forma despectiva hacia mujeres que lo único que hacían era lo que les apetecía, o por burlarme de la orientación sexual de alguien. Pido perdón a las personas de otro color de piel por las que algún día haya podido tener prejuicios y por haber criticado las decisiones personales de otros a pesar de que estas no me afectaran ni directa ni indirectamente. No volveré a ser irrespetuosa con nadie, ni meteré mis narices en asuntos que no me incumban. Propongo como una de mis metas más próximas alcanzar la mayor tolerancia posible ante la forma de vida elegida por la gente que conozca, y que no conozca.
Y espero que todo aquel que lea esta carta reflexione como lo hice yo algún día. No hay razón para rechazar a las personas que son o actúan de forma diferente, siempre y cuando no hagan daño a nadie.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Hola, otoño.

La lluvia inspira, será que llueve inspiración;
también respira la lluvia y alivia mi respiración.

Inspirada te lloví incontables versos,
la lluvia al caer desmintió todos los besos.

Me inspiran tus ojos de color de lluvia,
me imagino que cada gota es una lágrima tuya.

Inspiro y suspiro;
respiro, expiro.

La lluvia es menos lluvia cuando no llueve contigo.

Sun, sun, sun, here it comes.


Abrí la ventana un día de invierno, 
esperando recibir en mi rostro una caricia del sol que se escapa de los nubarrones, 
pero obtuve más que eso. 

La luz del sol se coló en mi habitación, 
la vi claramente y tenía forma de mujer. 
Bailaba al rededor mía, 
llenó al instante de calor mi pequeño cuarto
y me cantó al oído canciones del centro del universo.

La luz del sol me abrazó y me pidió que me fuera con ella,
y me escapé de su mano dejando mi cuerpo inerte sobre el suelo de mi fría habitación.

Abre la ventana, que ahora soy el sol y ahora quiero verte.

El extraño caso del hombre que sangraba.

Recuerdo perfectamente el momento en el que empecé a sentir las molestias que poco después desembocarían en la terrible enfermedad sin cura que hoy me atormenta cada vez que deja salir a relucir sus síntomas periódicamente. Yo era tan sólo un niño, no tenía apenas 12 años y me gustaba jugar al fútbol con mis amigos. Una tarde de verano, no muy entrada la estación, me encontraba jugando como siempre en la plazoleta de detrás de mi casa. Cuando me vi con la oportunidad de chutar el balón y marcar un gol limpio, no fui capaz de controlar mi fuerza y sin querer lo lancé tan lejos que acabó cayendo dentro del patio de la casa de uno de mis vecinos. Normalmente habría manejado con calma la situación y habría ido sin problema a pedirle amablemente al dueño de la casa que me devolviera mi pelota, pero esta vez reaccioné diferente. Me quedé aturdido un instante y sentí cómo un par de lágrimas se escapaban por mis ojos sin que yo pudiera evitarlo, y detrás de ellas vinieron más y más. Lloraba como un niño pequeño delante de mis amigos, quienes no dudaron en reírse de mí por dejar aflorar mis sentimientos en público.
—¡Mirad, está llorando! —gritaba el más gordo de la pandilla, quien nunca tuvo ningún tipo de delicadeza con nadie, a la par que me señalaba. Yo me froté los ojos y mi expresión facial se tornó agresiva, algo dentro de mí me impulsó a encaminarme hacia él y agarrarlo por el cuello de la camisa.
—¡Gordo de mierda, me tienes harto con tus tonterías! —le grité con la cara muy cerca de la suya— ¡Vete a tu puñetera casa a comer bollicaos y deja de molestar donde a nadie le gustas, gilipollas!
Se hizo el silencio. El chico me apartó de un empujón y se puso en marcha con una mezcla de enfado y tristeza, dando sutiles zapatazos en su camino. Apenas pasados diez segundos, me inundó el arrepentimiento y se me partió el alma al ver a mi amigo dolido por mis severas palabras, necesitaba disculparme.
—Lo siento, de verdad. Por favor, no te vayas, no quería decirte eso. Te aprecio muchísimo, eres de mis mejores amigos, no pretendía herirte... No sé lo que me pasa. 
Pero él ni se giró, y las caras de decepción del resto de mis amigos se me clavaban como cuchillas. En un momento me quedé solo en medio de aquella plazoleta, pero preferí tomarme la situación con orgullo y volver a mi casa con la cabeza bien alta, aunque con cierta confusión. No podía explicarme esos cambios de humor que estaba sufriendo, y pensar en ello me volvía a llevar a las lágrimas pero sin estar triste del todo. Se me entrelazaban las emociones, y casi sentía que se me reflejaban en el físico haciendo que me dolieran algunas partes del cuerpo en pequeña medida. Pero tan sólo se trataba del principio. 
Tras varios días prolongando esa inestabilidad emocional, me levanté un día sintiéndome bastante incómodo con mi cuerpo y notándome hinchado por la zona del pecho. Fui al cuarto de baño, pensando que quizá ese dolor de barriga que sentía se me aliviaría haciendo de vientre, pero me llevé una terrible sorpresa. Me encontré en mis calzoncillos una horrible mancha de color rojo oscuro que parecía venir de mis genitales, que también se encontraban manchados. Comprobé que se trataba de sangre, pero una sangre a medio coagular. Mi rostro palideció y vi cómo el pánico empezaba a apoderarse de mí hasta salir por mi boca en forma de grito. Mi padre acudió en mi ayuda rápidamente y al presenciar la escena me llevó al médico lo más rápido que pudo. Yo no paré de llorar durante todo el camino, pensando que la más terrible y grotesca de las muertes iba a acallar mi vida en breve. 
En el médico me hicieron incontables pruebas, y veía a enfermeras murmurar mientras me miraban de reojo. Estaba muy asustado, no sabía qué me ocurría ni por qué me ocurría a mí, y al parecer los médicos tardaban demasiado en dar respuesta a esas mismas preguntas. Tras mucho esperar en la consulta, el médico por fin encontró un diagnóstico que darme.
—Su caso es el primer caso registrado de esta enfermedad —tosió tímidamente y se colocó bien las gafas—, y por lo tanto aún no existe cura posible.
Mi padre me agarró la mano y miró al cielo, y yo me aguanté como pude las ganas de llorar.
—No sabemos qué la origina, pues no hemos encontrado rastro alguno de virus o bacterias perjudiciales, ni de malfuncionamiento orgánico. Simplemente, su cuerpo está produciendo más hormonas de las que debería, y su aparato reproductor interno está sufriendo fuertes hemorragias cuyo origen desconocemos. Lo único que podemos hacer es tomar nota de los síntomas que usted vaya sufriendo de ahora en adelante y continuar haciendo todas las pruebas que sean necesarias. Vuelva por la consulta la semana que viene y comprobaremos su evolución. De momento, si el dolor se hace muy insoportable puede tomar analgésicos como el que le he recetado —nos extendió una hoja con el nombre del medicamento escrito—, y puede hacer más llevadero el sangrado utilizando pañales.
Dejé aquella consulta de la mano de mi padre, preocupado, atemorizado y confundido, y la mirada de él me dio a entender que él sentía las mismas cosas. Compramos las cosas que el doctor nos recomendó, y las utilicé durante esa semana, impaciente por volver y deseando escuchar unas palabras tranquilizadoras. Pero poco a poco sentí cómo a lo largo de la semana, la sangre salía en menor medida y los dolores de vientre desaparecían hasta que dos días antes de la cita no quedaba ni rastro de mi nueva enfermedad. Aun así, acudí al médico y le informé del cambio. Acordamos otra cita para aproximadamente dentro de un mes, por si volvían a surgir los síntomas, pero yo ya me sentía tranquilo. 
Ese mes transcurrió completamente normal, como antes, y mi padre y yo volvimos a respirar aliviados, pero la pesadilla se repitió justo cuando se aproximaba el momento de la cita con el médico. Una vez más estuve otra semana sufriendo aquella tortura y justo al acabar acudí a la consulta del médico, quien pensó que quizá se trataba de una enfermedad que mostraría sus síntomas periódicamente cada mes. Conforme fue pasando el tiempo, comprobé desgraciadamente que se trataba de una predicción acertada, y que no pasaba un mes sin que el diablo rojo volviera. No parecía ser una enfermedad mortal, y los síntomas no se agravaban ni se reducían con el paso del tiempo. Simplemente reaparecían cada 28 días, y al principio no me permitían hacer mi vida normal. Hasta que descubrí que podía taponar mi uretra con unos pequeños algodones atados a un hilo, no podía ir a piscinas o a la playa mientras tuviera los sangrados, y temía que todos mis veranos se fueran a ver amargados. Cada vez que sentía aquellos terribles dolores de vientre que se extendían hasta mis piernas y se reflejaban en mi estómago o incluso mi cabeza me planteaba el mismísimo suicidio. No quería seguir viviendo mientras sufriera esa monstruosidad. Pero poco a poco pude recuperar mi vida más o menos con normalidad, acostumbrándome a mis cambios emocionales previos y ayudándome de analgésicos para evitar el dolor. Simplemente me acostumbré y aprendí a ignorar el hecho de que yo estaba sufriendo algo que nadie más sufría. 
Además, al cabo de un tiempo los doctores encontraron relación entre esa evacuación de sangre y mi capacidad reproductiva. Resultó ser como un proceso de limpiado que sufría mi organismo para hacerme capaz de procrear. Ya no se trataba de una tortura innecesaria e inservible, de ella dependía mi futuro como padre, y en cierta medida eso me animaba a aguantarla.
Pero lo que más me dolía de aquello es que nadie parecía sentir la más mínima empatía conmigo, nadie comprendía que esa inestabilidad emocional no era culpa mía, y creían que exageraba cuando hablaba de la gravedad de mis dolores. Y nadie quería oír hablar de mis síntomas, incluso resultaban ofensivos para algunos. Mi sangre parecía ser más asquerosa que la de las demás personas, impura diría yo. Y a veces, este rechazo de las personas y la falta de apoyo hacia mi enfermedad resultaban incluso más molesta que los propios dolores. 
Sólo pido un mínimo de reconocimiento por soportar cada mes lo que soporto, algo de empatía, y que cese este afán de demonizar mi enfermedad. No es impura, no produzco nada que no tengan los demás cuerpos y no la escogí yo. Gracias a ella, podré aportar mi granito de arena continuando nuestra especie y eso me hace llevar con orgullo mi enfermedad.  Para mí, mi enfermedad es natural y forma parte de mi cuerpo, y exijo respeto durante todo el tiempo que deba sufrirla. 

sábado, 6 de septiembre de 2014

You can't always get what you want, but If you try sometimes you might find you get what you need.

Me aterraba más contagiarme de madurez que de cualquier enfermedad, y cada día voy notando cómo va entrando poco a poco en mí.

Voy a contaros una cosa.

Desde niña he sido una soñadora y siempre he querido estar en lo más alto. Una de mis mayores motivaciones para no abandonar mis locos sueños y perseguirlos ante todo, era mi madre. Y no precisamente porque ella me apoyara o por nada positivo, mi motivación residía en no convertirme en ella cuando creciera.
Está horrible decir eso, la verdad, pero tiene explicación. Mi madre cuando era niña bailaba ballet y le encantaba. Podría haber sido una gran bailarina, pero por cosas del destino mis abuelos la sacaron de la academia y no pudo seguir mejorando. Desde entonces y desde que tengo memoria de ella, he percibido cómo miraba con tristeza a cada grupo de ballet que salía en la televisión, diciendo "yo podía haber sido una de ellas...". A mí esa escena me horrorizaba, yo no quería acabar con 40 años sintiéndome igual cuando viera algún músico importante dando algún concierto. 
Pero resulta que hace poco me di cuenta de que mi madre lleva un tiempo aprendiendo a bailar rock and roll y swing, y ha arrastrado a mi padre a eso. Van a festivales a bailar, a conciertos, o incluso en medio de la calle. A mi madre le gusta de vez en cuando poner la música a todo volumen y ponerse a ensayar los pasos en el salón, y hay ocasiones en las que me llama para que note su progreso. Desde luego la veo más feliz que nunca bailando agarrada a mi padre y estrenando sus vestidos nuevos. 
Puede que mi madre nunca llegara a ser una famosa bailarina de ballet, pero parece que ha encontrado algo que la llena mucho más. 

Ahí hay una valiosa lección de la que siento que debería aprender, y tened por seguro que lo voy a hacer.

(
Ah, y le he pedido a mi madre que me enseñe a bailar, seguro que eso la hace más feliz todavía.)

United States Of Love.


Me acaricia el suave calor que emana el mismo sol que un día iluminó a Aristóteles, a Napoleón, a Mussolini y a Marilyn Monroe. La brisa me revuelve el pelo y desearía poder embotellar el olor del desierto para poder usarlo de perfume todos los días. Para que, cuando te perdieras en mi cuello, te acordaras del día en el que recorrimos la autopista sin un destino fijo, solos tú y yo. La libertad era nuestra bandera y nuestro himno era Ventura Highway sonando desde la radio de tu Cadillac decapotable del mismo color que tus ojos, azul claro. Contigo, todos los veranos eran el verano del amor.