viernes, 26 de septiembre de 2014

El extraño caso del hombre que sangraba.

Recuerdo perfectamente el momento en el que empecé a sentir las molestias que poco después desembocarían en la terrible enfermedad sin cura que hoy me atormenta cada vez que deja salir a relucir sus síntomas periódicamente. Yo era tan sólo un niño, no tenía apenas 12 años y me gustaba jugar al fútbol con mis amigos. Una tarde de verano, no muy entrada la estación, me encontraba jugando como siempre en la plazoleta de detrás de mi casa. Cuando me vi con la oportunidad de chutar el balón y marcar un gol limpio, no fui capaz de controlar mi fuerza y sin querer lo lancé tan lejos que acabó cayendo dentro del patio de la casa de uno de mis vecinos. Normalmente habría manejado con calma la situación y habría ido sin problema a pedirle amablemente al dueño de la casa que me devolviera mi pelota, pero esta vez reaccioné diferente. Me quedé aturdido un instante y sentí cómo un par de lágrimas se escapaban por mis ojos sin que yo pudiera evitarlo, y detrás de ellas vinieron más y más. Lloraba como un niño pequeño delante de mis amigos, quienes no dudaron en reírse de mí por dejar aflorar mis sentimientos en público.
—¡Mirad, está llorando! —gritaba el más gordo de la pandilla, quien nunca tuvo ningún tipo de delicadeza con nadie, a la par que me señalaba. Yo me froté los ojos y mi expresión facial se tornó agresiva, algo dentro de mí me impulsó a encaminarme hacia él y agarrarlo por el cuello de la camisa.
—¡Gordo de mierda, me tienes harto con tus tonterías! —le grité con la cara muy cerca de la suya— ¡Vete a tu puñetera casa a comer bollicaos y deja de molestar donde a nadie le gustas, gilipollas!
Se hizo el silencio. El chico me apartó de un empujón y se puso en marcha con una mezcla de enfado y tristeza, dando sutiles zapatazos en su camino. Apenas pasados diez segundos, me inundó el arrepentimiento y se me partió el alma al ver a mi amigo dolido por mis severas palabras, necesitaba disculparme.
—Lo siento, de verdad. Por favor, no te vayas, no quería decirte eso. Te aprecio muchísimo, eres de mis mejores amigos, no pretendía herirte... No sé lo que me pasa. 
Pero él ni se giró, y las caras de decepción del resto de mis amigos se me clavaban como cuchillas. En un momento me quedé solo en medio de aquella plazoleta, pero preferí tomarme la situación con orgullo y volver a mi casa con la cabeza bien alta, aunque con cierta confusión. No podía explicarme esos cambios de humor que estaba sufriendo, y pensar en ello me volvía a llevar a las lágrimas pero sin estar triste del todo. Se me entrelazaban las emociones, y casi sentía que se me reflejaban en el físico haciendo que me dolieran algunas partes del cuerpo en pequeña medida. Pero tan sólo se trataba del principio. 
Tras varios días prolongando esa inestabilidad emocional, me levanté un día sintiéndome bastante incómodo con mi cuerpo y notándome hinchado por la zona del pecho. Fui al cuarto de baño, pensando que quizá ese dolor de barriga que sentía se me aliviaría haciendo de vientre, pero me llevé una terrible sorpresa. Me encontré en mis calzoncillos una horrible mancha de color rojo oscuro que parecía venir de mis genitales, que también se encontraban manchados. Comprobé que se trataba de sangre, pero una sangre a medio coagular. Mi rostro palideció y vi cómo el pánico empezaba a apoderarse de mí hasta salir por mi boca en forma de grito. Mi padre acudió en mi ayuda rápidamente y al presenciar la escena me llevó al médico lo más rápido que pudo. Yo no paré de llorar durante todo el camino, pensando que la más terrible y grotesca de las muertes iba a acallar mi vida en breve. 
En el médico me hicieron incontables pruebas, y veía a enfermeras murmurar mientras me miraban de reojo. Estaba muy asustado, no sabía qué me ocurría ni por qué me ocurría a mí, y al parecer los médicos tardaban demasiado en dar respuesta a esas mismas preguntas. Tras mucho esperar en la consulta, el médico por fin encontró un diagnóstico que darme.
—Su caso es el primer caso registrado de esta enfermedad —tosió tímidamente y se colocó bien las gafas—, y por lo tanto aún no existe cura posible.
Mi padre me agarró la mano y miró al cielo, y yo me aguanté como pude las ganas de llorar.
—No sabemos qué la origina, pues no hemos encontrado rastro alguno de virus o bacterias perjudiciales, ni de malfuncionamiento orgánico. Simplemente, su cuerpo está produciendo más hormonas de las que debería, y su aparato reproductor interno está sufriendo fuertes hemorragias cuyo origen desconocemos. Lo único que podemos hacer es tomar nota de los síntomas que usted vaya sufriendo de ahora en adelante y continuar haciendo todas las pruebas que sean necesarias. Vuelva por la consulta la semana que viene y comprobaremos su evolución. De momento, si el dolor se hace muy insoportable puede tomar analgésicos como el que le he recetado —nos extendió una hoja con el nombre del medicamento escrito—, y puede hacer más llevadero el sangrado utilizando pañales.
Dejé aquella consulta de la mano de mi padre, preocupado, atemorizado y confundido, y la mirada de él me dio a entender que él sentía las mismas cosas. Compramos las cosas que el doctor nos recomendó, y las utilicé durante esa semana, impaciente por volver y deseando escuchar unas palabras tranquilizadoras. Pero poco a poco sentí cómo a lo largo de la semana, la sangre salía en menor medida y los dolores de vientre desaparecían hasta que dos días antes de la cita no quedaba ni rastro de mi nueva enfermedad. Aun así, acudí al médico y le informé del cambio. Acordamos otra cita para aproximadamente dentro de un mes, por si volvían a surgir los síntomas, pero yo ya me sentía tranquilo. 
Ese mes transcurrió completamente normal, como antes, y mi padre y yo volvimos a respirar aliviados, pero la pesadilla se repitió justo cuando se aproximaba el momento de la cita con el médico. Una vez más estuve otra semana sufriendo aquella tortura y justo al acabar acudí a la consulta del médico, quien pensó que quizá se trataba de una enfermedad que mostraría sus síntomas periódicamente cada mes. Conforme fue pasando el tiempo, comprobé desgraciadamente que se trataba de una predicción acertada, y que no pasaba un mes sin que el diablo rojo volviera. No parecía ser una enfermedad mortal, y los síntomas no se agravaban ni se reducían con el paso del tiempo. Simplemente reaparecían cada 28 días, y al principio no me permitían hacer mi vida normal. Hasta que descubrí que podía taponar mi uretra con unos pequeños algodones atados a un hilo, no podía ir a piscinas o a la playa mientras tuviera los sangrados, y temía que todos mis veranos se fueran a ver amargados. Cada vez que sentía aquellos terribles dolores de vientre que se extendían hasta mis piernas y se reflejaban en mi estómago o incluso mi cabeza me planteaba el mismísimo suicidio. No quería seguir viviendo mientras sufriera esa monstruosidad. Pero poco a poco pude recuperar mi vida más o menos con normalidad, acostumbrándome a mis cambios emocionales previos y ayudándome de analgésicos para evitar el dolor. Simplemente me acostumbré y aprendí a ignorar el hecho de que yo estaba sufriendo algo que nadie más sufría. 
Además, al cabo de un tiempo los doctores encontraron relación entre esa evacuación de sangre y mi capacidad reproductiva. Resultó ser como un proceso de limpiado que sufría mi organismo para hacerme capaz de procrear. Ya no se trataba de una tortura innecesaria e inservible, de ella dependía mi futuro como padre, y en cierta medida eso me animaba a aguantarla.
Pero lo que más me dolía de aquello es que nadie parecía sentir la más mínima empatía conmigo, nadie comprendía que esa inestabilidad emocional no era culpa mía, y creían que exageraba cuando hablaba de la gravedad de mis dolores. Y nadie quería oír hablar de mis síntomas, incluso resultaban ofensivos para algunos. Mi sangre parecía ser más asquerosa que la de las demás personas, impura diría yo. Y a veces, este rechazo de las personas y la falta de apoyo hacia mi enfermedad resultaban incluso más molesta que los propios dolores. 
Sólo pido un mínimo de reconocimiento por soportar cada mes lo que soporto, algo de empatía, y que cese este afán de demonizar mi enfermedad. No es impura, no produzco nada que no tengan los demás cuerpos y no la escogí yo. Gracias a ella, podré aportar mi granito de arena continuando nuestra especie y eso me hace llevar con orgullo mi enfermedad.  Para mí, mi enfermedad es natural y forma parte de mi cuerpo, y exijo respeto durante todo el tiempo que deba sufrirla. 

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